Hace algo más de 15 años tuve un profesor en la universidad al que llamábamos el T-Rex.
El origen del mote es bastante cruel, si te paras a pensarlo, o tan poco imaginativo como para limitarse a describir lo que veías al mirar a aquel hombre.
Pero en el fondo, llamarlo T-Rex (y es un mote que le pusieron una década antes de que yo entrase a la universidad), era la forma más acertada de referirse a un hombre cuya forma de enseñar estaba muy lejos de lo que se espera de un doctor ingeniero.
Ingeniería de telecomunicación es (o era, no sé cómo estará con los nuevos planes) una carrera de ideas felices.
Da igual cuánto hayas estudiado, cuánto sepas o cuántos apuntes te hayas llevado al examen. La respuesta a las preguntas se obtiene con eso que los modernos llaman «pensamiento lateral».
Que no es más que la idea feliz de toda la vida. Que se te encienda la bombilla correcta, en el momento correcto. Una bombilla que no tiene nada que ver con lo que sabes o dejas de saber, sino con tu capacidad de inventarte soluciones imposibles.
El caso es que este señor era tan aburrido en clase, que pocas veces me senté en su aula.
¿Sabes lo que es que un profesor de programación te lea unos apuntes durante horas? ¡Programación! Y encima en lenguajes de bajo nivel.
Para eso es mejor leerte los apuntes en tu casa, en la de tu novia o en la cafetería. Que era lo que hacía yo.
O no leerlos, que en realidad tampoco servían de mucho.
Pero a las clases prácticas sí que había que ir. Los chips y circuitos que usábamos para poner en práctica esos lenguajes de programación tan arcaicos no están en otro sitio.
Y eran obligatorias.
Aquí viene lo bueno.
No sé si sabes, y si no te lo digo yo, que programar es como hablar o escribir una historia. Cada persona usa unas palabras, forma las frases de una manera concreta y ordena los sucesos de una forma diferente.
Programar es igual. Cada uno tiene sus formas de atacar el problema y de llegar a la solución.
Pero el T-Rex no.
El T-Rex nos suspendió una práctica porque «esa no era la forma que él había explicado de hacer eso». Dicho de otro modo: no habíamos copiado la solución de sus guiones de prácticas y nos habíamos inventado nuestra propia solución.
Porque nuestro código usaba la mitad de líneas que el suyo. Era el doble de complicado entenderlo (el nuestro), pero era mucho más eficiente.
Sin embargo, no era como él lo quería. Y él no quería entender lo que habíamos programado.
Le daba igual que el resultado, la solución al problema, fuera correcta. Ni que fuera un código más limpio, compacto y eficiente.
Recuerdo que la discusión empezó con un «esto debería tener 1315 líneas de código y tiene 783, no es correcto». Y siguió con un «no sé de dónde habéis copiado esto, pero…»
Nos costó salir de aquella.
Es lo mismo que veo día a día en internet. Webs iguales, surgidas de manuales idénticos, todas con el mismo saborcillo rancio que tenían las prácticas del T-Rex.
Te pasará igual.
Que bien pueden venderte una pomada hemorroidal, unos frenos para la bici o hablarte de cómo reservar cita en el INSS.
Que copian fórmulas que no saben para qué sirven, ni si les van a ser útiles.
Que te ponen unos iconos sociales enormes al lado del botón de compra.
O te intentan vender un producto y te enseñan cómo hacer lo que necesitas sin usar ese producto en la misma página.
Webs que no saben lo que quieren conseguir y hacen que los usuarios caminen perdidos entre sus páginas.
Porque las recetas solo sirven para obtener el mismo resultado que obtienen los demás y por tanto no sirven para destacar.
Hay que saber construir tu propia receta.
Ideas y consejos para construir tu propia receta
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